el holandaman
i
i
Después de tantos años en Holanda, nos resultó imposible ser 100% leales, 100% holandeses. Nos mandaba un Dios que muchos de nosotros ni conocíamos. Una y otra vez implícitamente nos obligaron a repudiar acontecimientos tanto dentro del país como en el extranjero, y probaron nuestra tolerancia. Era claro quiénes éramos, pero no lo determinábamos ya nosotros mismos. ¿Pero, en realidad, de qué se trataba? ¿Temían de verdad que esos tipos raros, que se arrodillaban cinco veces al día, invadieran su casa y su país, o sea, se trataba de un conflicto religioso? ¿O no querían compartir, tenían miedo de perder sus privilegios? ¿O es que yo vi demasiado racismo a mi alrededor? A mí no me preguntaron nada.

Una cosa me quedó clarísima: Holanda obviamente no se consideraba un país de inmigración, y se reducían cada vez más nuestras posibilidades. Todo en Holanda debía quedarse tal cual, pero yo deseaba progresar. ¿Y cómo integrarme más aún? Había tenido que renunciar ya a más de lo que me agradaba y resignarme a ser un ciudadano de segunda clase.
Ya se empezaba a hablar sobre mandar a limpiar los estadios con cepillos de dientes, o quitarles la nacionalidad a criminales con doble nacionalidad. ¿Sólo podíamos quedarnos un tiempo en Holanda? Cada vez nos sentíamos más desplazados en nuestro propio país, cansados de las expectativas por cumplir.

Pero, al final se nos fue la rabia y nos resignamos. Salimos de Holanda como objetos, con la etiqueta de musulmanes bien pegada, y nos mudamos a un país donde el día del inmigrante es un día de fiesta. Al principio, los argentinos no sabían cómo llamarnos: ¿panlatinos o argentárabes o poseuropeos u holandamanes? En el fondo no me importa el nombre, aquí en Argentina estoy gozando, aquí puedo ser yo, aquí es mucho mejor ser holandés.
i i i
gracias

el holandaman